El jueves pasado, cuando me disponía a desayunar un
café con croissant, se me apareció el fantasma de Empédocles y me pronosticó
los resultados de cuartos. Como sabemos, Empédocles de Agrigento era un
demócrata griego de los de antes de Cristo que acabó desterrado en el
Peloponeso. Otros dicen que se tiró al cráter de un volcán. Concomitancias
aparte con los demócratas de la Grecia actual, el bueno de Empédocles se dedicó
en su exilio a la filosofía, a la ciencia, a la medicina y a la taumaturgia. Me
cayó simpático nada más verle. Tenía un no sé qué que sí se qué: se parecía a
Del Bosque, pero más adusto, si cabe, y con barba rizada a borbotones. Su busto
había adquirido esa pétrea apariencia que confiere la posteridad y que, a la
intemperie, cagan las palomas. Irrumpió en el salón con extemporánea
familiaridad. Se arremangó la túnica y se arrellanó en el sofá. Sin que yo se
lo pidiera, me dijo que Portugal ganaría a la República Checa por tres goles a
cero, que Alemania vencería a Grecia por el doble de la mitad, que Italia
eliminaría a Inglaterra en un toma y daca a trancas y barrancas y que España
pasaría a semifinales sin bajarse del autocar. Dicho lo dicho, se levantó y se
fue.
Mentiría si dijera que no quedé impresionado. No recibo a menudo la visita de un presocrático. Por fortuna, aquella misma noche, el fútbol me devolvió la cordura. Es decir, regresé a la normalidad: un furibundo Cristiano Ronaldo, enfadado con su entorno y alzando al cielo, cada dos por tres, suplicantes ojos de cordero degollado, tras denodados esfuerzos, frustrados intentos, muecas feroces, crispadas sonrisas, rictus amargos y rituales escupitajos, obtuvo, ¡al fin!, el premio que su rabiosa obstinación merecía y taladró la portería de Cech, el guardameta del cráneo blindado, con un olímpico cabezazo que, de golpe y porrazo, derribó a los chicos checos como si fueran bolos de bolera. Me puse a temblar al pensar que, en Donetsk, un Cristiano así nos espera.
Al día siguiente, sin tregua ni piedad, sin pudor
ni compostura, en el Gdansk Arena, Ángela Merkel, eufórica y despendolada,
agitaba los brazos, saltaba, reía, aplaudía y gritaba, viendo cómo la Alemania
mecánica de Khedira, Reus, Schürrle o Schweinsteiger, bajo la batuta metálica
de Joaquim Löw, descalabraba a unos griegos en bancarrota, infligiéndoles una
derrota con épicas reminiscencias de las Termópilas. Todo resultaba arcaico y
trepidante, hasta que, el sábado, en el España-Francia, experimenté sopor,
estupor y admiración, presenciando cómo un equipo ganaba andando a otro que
jugaba sentado. El prodigio se debió, sin duda, a la magia Del Bosque que no
deja ver el árbol contra el que los adversarios tropiezan, ni alcanzar el balón
que su ramaje esconde. La emoción del match la pusieron los comentaristas con
un apasionado relato, que en nada correspondía con las imágenes del televisor.
Por último, llegó el domingo y el balón al palo de Rossi, desde fuera del área,
o la mano de Buffon, deteniendo a bocajarro el remate de Johnson, rompieron el
hipnótico encantamiento con un vibrante encuentro a cara de perro que acabaría
resolviéndose a cara y cruz. Esta vez, fui yo quien convoqué a Empédocles para
felicitarle por su certero augurio, aunque se hubiera equivocado en el tanteo
del tres a cero adjudicado a Portugal. “¿Es que no cuentan los palos?”, inquirió
sorprendido.
Se refería a los dos tiros de Cristiano a la madera que, según su criterio, resultaban más meritorios y requerían mayor puntería que introducir un balón en la portería. Refunfuñó desairado. Todavía estaba bajo los efectos del desfase horario, o jet lag, ya que los relojes de los muertos, al llegar al Hades, pierden la sincronía con los de los vivos y, dicho sea de paso, en las sombras del inframundo no funcionan los relojes de sol, salvo durante el eventual centelleo de la llama de una cerilla cuando algún difunto fumador empedernido enciende su cigarrillo. Antes de que se fuera, pedí a Empédocles que me dijera qué equipos jugarían la final y de ellos sería el vencedor. Me prometió que me lo diría cuando lo supiera y su cautela me recordó a nuestro presidente de las islas Salomón, o Señor de los Hilillos, que sólo nos cuenta las cosas cuando no tienen remedio.
MARTIN GIRARD
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